La mordedura que cura

2022-11-14 14:54:29 By : Mr. Andy Luo

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Michael decidió darse un chapuzón. Estaba de vacaciones con su familia en Guerrero, México, y hacía un calor infernal. Cogió el bañador de la silla, se lo puso y se lanzó a la piscina. En lugar del alivio que proporciona el agua fresca, sintió un dolor ardiente y desgarrador en la parte posterior del muslo. Se arrancó el bañador y salió disparado de la piscina, desnudo, con la pierna ardiendo.

Tras él, una criatura pequeña, fea y amarillenta braceaba en la superficie del agua. La atrapó en un contenedor de plástico, y el encargado de la casa lo trasladó urgentemente al dispensario de la Cruz Roja, cuyos facultativos identificaron al momento a su atacante: un escorpión de corteza de Arizona (Centruroides sculpturatus), una de las especies más venenosas de América del Norte. Su dolorosísima picadura suele desencadenar lo que se percibe como descargas eléctricas que sacuden todo el cuerpo. Puede ser mortal.

El biólogo Zoltan Takacs, experto en venenos, atrapa una serpiente marina rayada en aguas de las islas Fidji. La mordedura tóxica de este ofidio causa la parálisis de su presa (la fuerte y veloz anguila) para impedir que huya.

Por suerte para Michael (quien prefiere no dar a conocer su apellido), este escorpión es común en la zona y el antídoto estaba a mano. Se lo inyectaron y en unas horas le dieron el alta. Al cabo de 30 horas el dolor había desaparecido. Lo que ocurrió a continuación fue toda una sorpresa. Michael llevaba ocho años sufriendo una espondilitis anquilosante, una enfermedad autoinmune y crónica de afectación ósea, una especie de artritis de la columna. Se ignora qué la causa. «Me dolía la espalda todas las mañanas, y en las épocas que tenía un brote fuerte el dolor era tan horrible que no podía ni caminar», dice. Pero días después de la picadura del escorpión, el dolor desapareció, y hoy, dos años después, vive prácticamente sin molestias y apenas toma medicación. Michael, médico de profesión, se cuida mucho de exagerar el papel que ha de­­sempeñado el veneno en su recuperación. Sin embargo, asegura que «si regresase el dolor, dejaría que ese escorpión me picase otra vez».

El veneno animal, la sustancia que inoculan los colmillos y aguijones de criaturas que acechan en los senderos en medio del campo o se ocultan en el sótano o en la pila de la leña, es el asesino más eficiente de la naturaleza. Es una sustancia perfectamente diseñada para dejar a la víctima paralizada casi al instante. Ese líquido complejo y perfeccionado al máximo es un torbellino de proteínas y péptidos (cadenas cortas de aminoácidos similares a las proteínas) tóxicos cuyas dianas y efectos pueden ser diferentes, pero que actúan en sinergia para que el efecto sea el más contundente. Algunos van a por el sistema nervioso y paralizan el organismo al bloquear los mensajes entre los nervios y los músculos. Otros devoran las moléculas, provocando el colapso de células y tejidos. Hay venenos que matan al coagular la sangre y causar una parada cardíaca, mientras que otros inhiben la coagulación y desencadenan una hemorragia fatal.

Los colmillos huecos de la mamba de Jameson inoculan unas toxinas que pueden causar parálisis respiratoria, y la muerte de una persona en unas horas. 

Todos los venenos animales son polifacéticos y multitarea. Una sola dosis, inyectada en la víctima por medio de estructuras corporales es­­pecializadas a través de un mordisco o de una picadura, puede inocular decenas e incluso centenares de toxinas, algunas con misiones redundantes (produciendo los mismos efectos) y otras, con un efecto exclusivo.

Lo irónico es que las propiedades que hacen del veneno una sustancia letal son las mismas que lo convierten en un tesoro para la medicina. Muchas toxinas atacan las mismas moléculas por cuyo control pasa el tratamiento de ciertas enfermedades. El veneno actúa rápido y con suma precisión. Sus componentes activos (los péptidos y las proteínas, que funcionan como toxinas y enzimas) afectan a unas moléculas concretas, en las que encajan como una llave en su cerradura. La mayoría de los fármacos actúan del mismo modo, encajando en unas cerraduras moleculares a las que controlan para poner coto a los efectos nocivos. Es un reto localizar la toxina que hace diana solo en un objetivo concreto, pero a partir de los venenos animales ya se ha conseguido obtener medicamentos de primera línea para afecciones coronarias y diabetes. En los próximos diez años podrían desarrollarse nuevos tratamientos para combatir enfermedades autoinmunes, tratar el cáncer y paliar el dolor.

El factor sorpresa da a la víbora rinoceronte de Camerún ventaja sobre su presa. Luego, su veneno letal de efecto ultrarrápido remata el trabajo. Las víboras aportan toxinas muy valiosas, que se usan en fármacos para la hipertensión y las cardiopatías, y para controlar hemorragias en el quirófano. 

«No hablamos de unos cuantos medicamentos nuevos, sino de grupos farmacológicos enteros», dice el toxinólogo y herpetólogo Zoltan Takacs, Explorador Emergente de National Geographic Society. Hasta la fecha se ha investigado el valor medicinal de menos de mil toxinas, y en el mercado hay apenas una docena de fármacos importantes. «En los venenos animales podría haber más de 20 millones de toxinas esperando a ser analizadas –dice Takacs–. El horizonte es inconmensurable. Los venenos han inaugurado nuevas áreas de estudio en farmacología».

Las toxinas de los venenos también nos ayudan a entender cómo actúan las proteínas que controlan muchas de las funciones celulares cruciales del organismo.

«Nuestra motivación es hallar nuevos compuestos para aliviar el sufrimiento humano –me dijo Angel Yanagihara, de la Universidad de Hawai–, pero en el camino podemos descubrir cosas inesperadas.» Espoleada en parte por la sed de venganza tras sufrir una picadura de cubomedusa hace 15 años, Yanagihara descubrió un agente con potencial curativo en los mismos túbulos que contienen el veneno de la medusa. «No tenía nada que ver con el veneno en sí. Pero al estudiar a fondo un animal nocivo, he aprendido mucho más de lo que imaginaba.» Más de 100.000 animales han evolucionado para producir veneno, además de desarrollar las glándulas necesarias para albergarlo en su organismo y los aparatos para expelerlo: serpientes, escorpiones, arañas, algunos lagartos, abejas, animales marinos como el pulpo, muchas especies de peces y las caracolas cono. El macho de ornitorrinco pico de pato, cuyos espolones contienen veneno, es uno de los pocos mamíferos venenosos. El veneno animal y sus componentes surgieron independientemente, una y otra vez, en distintos grupos zoológicos. La composición del veneno de una especie de serpiente varía de un lugar a otro y es distinta en los adultos que en las crías. Incluso la dieta puede modificar el veneno de un espécimen.

Esta cobra de Taiwan, una especie que escupe su veneno, es uno de los muchos ofidios criados en búnkeres de hormigón en Le Mat Village, en Hanoi. En Vietnam y en el resto del sudeste asiático se venden cobras y otras muchas serpientes para su consumo. 

Aunque la evolución lleva más de cien millones de años perfeccionando estos compuestos, la arquitectura molecular del veneno es muy anterior. La naturaleza recicla moléculas fundamentales del organismo (de la sangre, el cerebro, el sistema digestivo y demás) para ofrecer a los animales métodos de depredación y de protección.

«Es lógico que la naturaleza se apropie de los andamiajes preexistentes –dice Takacs–. Para crear una toxina que cause estragos en el sistema nervioso, lo más eficaz es tomar del cerebro un modelo (una estructura química) que ya funcione en ese sistema, introducir algunos cambios mínimos, y: ya tenemos una toxina».

No todos los venenos son letales, por supuesto; el de las abejas sirve para aturdir al enemigo y escapar, y el ornitorrinco macho se vale de él para imponerse a sus rivales en la época de celo. Pero su finalidad principal es matar, o al menos inmovilizar, el próximo bocado; es decir, a su presa. Los humanos somos a menudo víctimas accidentales. La Organización Mundial de la Salud calcula que unos cinco millones de mordeduras acaban con la vida de 100.000 personas cada año, aunque se cree que la cifra real podría ser mucho más alta. Las áreas rurales de los países en desarrollo, principal escenario de las inoculaciones, no figuran en las estadísticas, pues las víctimas quizá no tengan acceso a un tratamiento u opten por terapias tradicionales.

Un criador de serpientes exhibe una de sus cobras reales. La economía de su pueblo, cercano a Hanoi, depende en gran medida del comercio de serpientes. 

Takacs, de 44 años y nacido en Hungría, dejó hace poco la Universidad de Chicago para convertirse en un empresario especializado en la investigación y el desarrollo de fármacos derivados de las toxinas. Cuando no está encerrado en el laboratorio, puede estar peleando con víboras sopladoras en Sudán del Sur, tomando muestras de serpientes krait en Vietnam o extrayendo veneno a víboras de Gabón en el Congo. Su objetivo es recopilar mapas genéticos para compilar «toxitecas» que con el tiempo podrían reunir las toxinas de todos los animales del mundo.

Como parte de su misión también se hace a la mar. De lejos, el diminuto islote coralino de Mabualau, situado a unos 13 kilómetros al este de Viti Levu, la isla principal de las Fidji, parece un paraíso tropical con su perfil arbolado. De cerca, miles de piqueros patirrojos, rabihorcados y gaviotas cuajan los árboles y el cielo. Antes de anclar nuestra barquichuela, Takacs salta por la borda y vadea hasta la orilla.

Descalzo y con las manos desnudas, Huang Van Tan, de 59 años, busca serpientes –preferiblemente cobras– en un arrozal cerca de su pueblo. Utiliza una vara larga para introducirlas en la bolsa que lleva a la espalda. Guarda algunas serpientes como comida para su familia, y el resto las vende a un restaurante local o a un exportador. Una cobra le puede reportar unos 75 euros, mucho dinero en el Vietnam rural. 

Abundan las serpientes marinas rayadas, unos ofidios de satinadas escamas azul plateado con rayas blanquinegras que culebrean por el fondo arenoso. Estas serpientes anfibias, que necesitan aire para respirar, reptan por los abruptos bancos de coral y de caliza de la isla. Se enroscan debajo de las conchas vacías y la vegetación para hacer la digestión, y cada pocos meses mudan la piel. Se alimentan casi exclusivamente de anguilas, y su veneno neurotóxico ha evolucionado en consecuencia. Las anguilas son grandes y fuertes, están dotadas de dientes afilados y es difícil hacerlas salir de sus madrigueras. «La serpiente necesita un veneno potente y rápido que se dirija a las partes vitales para obtener el alimento sin correr grandes riesgos», dice Takacs. El veneno de la serpiente y las defensas de la anguila llevan millones de años compitiendo en una especie de lucha evolutiva por llevar la delantera, añade. Los arrecifes también son hogar de anémonas venenosas, pulpos de anillos azules y una plétora de peces de los que poco se sabe más allá de que expelen veneno. Y de caracolas cono, de una belleza que recuerda a las joyas. Cada una de las más de 600 especies del género Conus fabrica su propio veneno letal, a veces tan potente que puede matar a una persona con una sola dosis.

Cuesta verlo, pero más vale evitarlo: es un pez roca verrugoso en un arrecife del Pacífico. Si el veneno de sus espinas dorsales no le mata a uno, el dolor es tan fuerte que puede acabar suplicando que le amputen la extremidad afectada. 

Tras una inmersión superficial, Takacs regresa por la orilla con un tesoro: una serpiente marina culebreando en un guante y una caracola cono del tamaño de un puño en el otro. Su concha es un precioso mosaico de pinceladas marrones sobre fondo blanco. «Lo mejorcito del mar –dice con una sonrisa–. Tengo en las manos cientos de toxinas.»

Siempre equipado con un kit de muestreo, el biólogo monta en la barca un laboratorio de cam­po básico: recipientes con tapa, tubos de conser­vantes, jeringas y agujas, unas pinzas de tijera para tomar muestras de tejido, una cámara para documentar el diseño de cada ejemplar y un enorme guante negro. Las serpientes marinas son bastante pasivas, así que el riesgo de sufrir una mordedura es casi nulo, pero él se pone el guante. Es alérgico al veneno, que le provocaría un shock anafiláctico aparte de los efectos paralizantes habituales. También lo es al antídoto, por eso es extraordinario que haya sobrevivido a un total de seis mordeduras de serpiente.

Le ayudo sujetando la cola de la serpiente, con las escamas ventrales hacia arriba. Takacs agarra el extremo de las fauces, estira la culebra cuan larga es y con un dedo recorre su cuerpo hacia abajo, palpando en busca del corazón. Cuando lo localiza, latiendo contra la piel más o menos a un tercio de su longitud, inserta una aguja con cuidado para extraer sangre. También corta un fragmento de tejido de la cola y toma varias fotos antes de devolverla al agua y observar cómo se aleja nadando.

Takacs repite el proceso con muchas serpientes en los días que pasamos en el agua. Y cada vez que nos topamos con pescadores, se acerca en la motora para interrogarlos sobre las serpientes marinas que han visto, confiando en saber de otras especies locales. «Si ven la que tiene franjas amarillas y negras, ¿me avisarán?», les dice.

En Fidji, y dondequiera que capture animales venenosos, Takacs los añade a su toxiteca. Cuando está en el laboratorio identifica variaciones en la composición de las toxinas entre diferentes especies, dentro de la misma especie e incluso en el seno de la misma población.

La bebida favorita en un restaurante de Le Mat, en Vietnam, es cobra real infusionada en licor de arroz. Los reptiles venenosos se cocinan al momento para satisfacer a los comensales más exigentes. Los guisos de cobra son caros, por lo que la mayoría de los clientes habituales piden platos menos menos costosos, acompañados quizá con un trago de licor de cobra. 

Me sorprendió que no extrajese el veneno de las serpientes marinas, pero me explicó que su trabajo se cimienta en el ADN. El veneno puede ofrecer información importante, pero el tejido, dice Takacs, «puedes llevártelo a casa y extraer el mapa genético completo del animal, incluida la mayoría de sus toxinas». A cada toxina le co­­rresponde un gen, y los genes pueden copiarse y manipularse. «Nos permite generar grandes cantidades de una sola vez y luego darnos el lujo de modificar las toxinas de la manera que nos plazca y estudiarlas con rapidez para identificar qué versión tiene los efectos más prometedores.»

En la Universidad de Chicago, Takacs coinventó Designer Toxins, un sistema que permite a los investigadores hacer variaciones de los venenos originales de la naturaleza mediante la recombinación de toxinas y la comparación de sus valores terapéuticos. Designer Toxins sintetiza los millones de años de sabiduría evolutiva preservada en los venenos. Eso hace posible crear cantidades ingentes de variantes (más de un millón hasta ahora) que quizás optimicen los procesos de desarrollo farmacológico. «Estamos explotando la biodiversidad molecular de la naturaleza», explica Takacs.

Las terapias basadas en venenos no son nuevas. Se mencionan, por ejemplo, en textos sánscritos del siglo ii, y en torno al año 67 a.C. Mitrídates VI, rey del Ponto y enemigo de Roma que flirteaba con la toxicología, supuestamente fue salvado dos veces en el campo de batalla por hechiceros que aplicaron en sus heridas veneno de la víbora de Orsini. (El veneno cristalizado de estas culebras se exporta hoy como fármaco desde Azerbaiján.) El veneno de cobra, presente desde hace siglos en las medicinas tradicionales china e india, fue introducido en Occidente en la década de 1830 como analgésico homeopático. La Materia Medica de John Henry Clarke, publicada hacia 1900, atribuye al veneno la capacidad de aliviar muchas dolencias, incluidas las causadas por la propia ponzoña. «Deberíamos intentar siempre curar con la misma droga que produjo los síntomas», escribió el autor. Pero añadía: «La dosis curativa [está] muy próxima al límite de la dosis patogénica».

La ciencia de transformar los venenos en tratamientos nació en la década de 1960, cuando un médico clínico inglés llamado Hugh Alistair Reid sugirió que el veneno de la víbora de fosetas malaya podría tener aplicación en caso de trombosis venosa profunda. Había descubierto que una de las toxinas de la serpiente, una proteína llamada ancrod, elimina una fibroproteína de la sangre, impidiendo así la coagulación. Arvin, un anticoagulante derivado del veneno de la víbora, llegó a los hospitales europeos en 1968. En la actualidad ha sido reemplazado por otros anticoagulantes a base de veneno de víbora.

A partir del veneno de la serpiente jararaca se desarrolló en los años setenta un grupo de fármacos, los inhibidores ECA, hoy de uso co­­mún contra la hipertensión. Los investigadores se preguntaban por qué los jornaleros de las plantaciones bananeras de Brasil que sufrían la mordedura de la jararaca se desmayaban por una bajada brusca de la tensión arterial. Luego aislaron el agente hipotensor del veneno.

Pero tenían que convencer a las compañías farmacéu­ticas de que el líquido que procedía de los colmillos de la serpiente salvaría vidas. Y no basta con rellenar una cápsula de veneno y dársela al paciente; hubo que someter el componente útil de la toxina a modificaciones moleculares: se redimensionó y alteró para que sobreviviese a los severos efectos del sistema digestivo humano.

Por fin llegó a la fase de ensayos en humanos una versión sintética, y en 1975 se aprobó el uso del primer fármaco para la hipertensión, el captopril. La categoría de inhibidores ECA inaugurada por el captopril trata hoy a decenas de millones de hipertensos de todo el mundo, con ventas multimillonarias.

A partir del veneno de la serpiente jararaca se desarrolló en los años setenta un grupo de fármacos, los inhibidores ECA, hoy de uso co­­mún contra la hipertensión. Los investigadores se preguntaban por qué los jornaleros de las plantaciones bananeras de Brasil que sufrían la mordedura de la jararaca se desmayaban por una bajada brusca de la tensión arterial. Luego aislaron el agente hipotensor del veneno. Pero tenían que convencer a las compañías farmacéu­ticas de que el líquido que procedía de los colmillos de la serpiente salvaría vidas. Y no basta con rellenar una cápsula de veneno y dársela al paciente; hubo que someter el componente útil de la toxina a modificaciones moleculares: se redimensionó y alteró para que sobreviviese a los severos efectos del sistema digestivo humano. Por fin llegó a la fase de ensayos en humanos una versión sintética, y en 1975 se aprobó el uso del primer fármaco para la hipertensión, el captopril. La categoría de inhibidores ECA inaugurada por el captopril trata hoy a decenas de millones de hipertensos de todo el mundo, con ventas multimillonarias.

Tras sufrir la mordedura de una serpiente krait mientras dormía en su casa, en una zona rural de Vietnam, Can Van Thanh yace paralizado en el hospital Bach Mai de Hanoi. El equipo de Takacs encargó el antídoto a Thailandia, y se recuperó. 

Los beneficios moleculares de los animales tóxicos son un rayo de esperanza en el tratamiento de muchísimas enfermedades invalidantes. Los pacientes cardíacos están en deuda con la mamba verde oriental, una serpiente arborícola de África cuyo veneno letal afecta los sistemas nervioso y circulatorio de la víctima. Investigadores de la Clínica Mayo fusionaron un péptido clave del veneno con otro procedente de las células endoteliales para crear la cenderitida. Objeto de ensayos clínicos, este fármaco no solo pretende bajar la tensión arterial y reducir la fibrosis (desarrollo excesivo de tejido conectivo en un órgano) de un corazón enfermo, sino también proteger los riñones de la sobrecarga de sales y agua. «Eso es lo bueno de este medicamento –dice John Burnett, investigador cardiovascular de la Clínica Mayo–. Está diseñado para actuar en ambos frentes.» La mamba negra, pariente cercana de la verde oriental, una serpiente cuyas fauces abiertas parecen un ataúd y cuya mordedura te puede matar rápidamente, segrega una toxina con grandes posibilidades de convertirse en un nuevo analgésico potentísimo. Los monstruos de Gila, unos lagartos que se encuentran en los desiertos del Sudoeste de Estados Unidos, limitan su alimentación a tres grandes ingestas al año (almacenan la grasa en la cola para las épocas de abstinencia), pero sus niveles de glucosa en sangre se mantienen estables. En 1992 el endocrinólogo John Eng identificó un componente del veneno de los monstruos de Gila que controla la glucemia y hasta reduce el apetito. La exenatida, un fármaco derivado del veneno de su saliva, funciona como una hormona natural, estimulando las células a actuar frente a las sobrecargas de glucosa pero permaneciendo inactivas cuando la glucemia es normal. Incluso ayuda a los diabéticos a producir su propia insulina y a perder peso. Con casi 25 millones de dia­béticos tipo 2 solo en Estados Unidos, el monstruo de Gila es un superhéroe de la medicina. Los mamíferos venenosos, aunque raros, también contribuyen en la investigación médica. El tratamiento actual para las personas que sufren un accidente isquémico solo funciona si se ad­­ministra en menos de tres horas. Pero se están realizando ensayos clínicos de un medicamento basado en una toxina anticoagulante presente en la saliva del vampiro común que ampliaría ese plazo a nueve horas. También algunos artrópodos están recorriendo el camino que conduciría su veneno a la farmacología. Recordemos el encontronazo de Michael con el escorpión de México. En el que quizá sea el primer descubrimiento de Designer Toxins, Takacs está investigando una toxina, resultante de la fusión de los venenos de tres especies de escorpión, que bloquea selectivamente los linfocitos T, implicados en numerosas enfermedades autoinmunes. Varias farmacéuticas le siguen también la pista. Entre tanto se ha descubierto que una neurotoxina del veneno del escorpión dorado israelí se adhiere a la superficie de las células cancerosas cerebrales. La principal explicación de la recurrencia de los tumores es que los cirujanos no pueden distinguir bien las células normales de las nocivas en los bordes de las neoplasias. Las resonancias magnéticas (la mejor herramienta diagnóstica disponible) no detectan masas inferiores a unos mil millones de células, lo que obliga a los cirujanos a marcar las fronteras entre el tumor y el tejido sano «puramente por indicios visuales y de textura», dice James Olson, del Centro de Investigaciones Oncológicas Fred Hutchinson de Seattle, Washington. «Es una ciencia muy imperfecta. Las células de los gliomas se entretejen en el tejido normal, y a veces en una cirugía se deja atrás algún fragmento.» Los médicos que tratan el glioma, la forma más común de tumor cerebral, han creado una «linterna molecular» al marcar la clorotoxina con una tinción. Ya en el primer ensayo, dice Olson, la «pintura tumoral –como llama al marcador derivado del escorpión– iluminó maravillosamente las células cancerosas. Saltamos de alegría porque éramos conscientes del increíble potencial que tenía». La coloración revela masas de tan solo 200 células tumorales. «Así los cirujanos podrán extirpar más extensión del cáncer, quizás incluso el cien por cien.» Este mismo año comenzarán los ensayos en humanos de la toxina teñida; si salen bien, la coloración podría usarse en cánceres de próstata, colorrectales, de pulmón, de mama, de páncreas y de piel, así como en gliomas, con lo que cada año podrían salvarse o prolongarse millones de vidas. Todavía no se han aprobado fármacos basados en toxinas de escorpión, aunque constituyen un arsenal químico versátil. Una toxina quizá combata el cáncer; otras tienen visos de ser la base de medicamentos cardíacos, analgésicos, anticonvulsivos y antipalúdicos. Hay incluso un posible pesticida.

Culebras, huevos de serpiente y lagartos se infusionan embotellados en licor de arroz en un restaurante de Le Mat Village. Los lugareños afirman que la bebida alivia el dolor, mantiene la salud de los órganos y potencia la virilidad. 

Las caracolas cono no tienen ese aspecto amenazador del escorpión, pero, como descubrí con Takacs en Fidji, la bella concha esconde una bestia. Estos caracoles marinos carecen de mandíbulas y de garras. «Solo tienen una especie de brazo muy precario, como un arpón con el que agarrar a sus presas –dice Baldomero Olivera, de la Universidad de Utah–, pero lo compensan con 50 o más componentes tóxicos que actúan a distintos niveles.» La especie piscívora Conus purpurascens utiliza su probóscide extensible cargada de veneno a modo de pistola de electro­choque para inmovilizar a la presa al instante, lo que da margen a las múltiples toxinas del veneno para dispersarse y destruir la actividad muscular.

Recibir la picadura de una caracola cono «es como que te muerda una cobra al mismo tiempo que comes», dice Olivera. (La tetradotoxina, del fugu, plato japonés a base de pez globo, es más de mil veces más letal para los humanos que el cianuro.) Las caracolas cono, añade, «son como empresas farmacéuticas en miniatura que han diseñado sus propios compuestos en función de sus necesidades». Las conotoxinas desconectan los procesos neuronales, lo cual resulta ser un modo efectivo de aliviar el dolor de los pacientes oncológicos terminales. Actualmente se están haciendo ensayos con las conantoquinas, péptidos del veneno de las caracolas cono cuyas dianas moleculares son excepcionalmente precisas, y parece que son efectivas para combatir los ataques epilépticos. Tanto las conotoxinas como las conantoquinas podrían ejercer un efecto protector frente al Alzheimer y el Parkinson, la depresión y la adicción a la nicotina. Cinco com­puestos derivados de estas caracolas han llegado ya a la fase de ensayo en humanos, y el proceso ha culminado con un analgésico similar a la morfina, la ziconotida, químicamente idéntica al componente que generan las caracolas cono.

Otra criatura marina, la anémona sol, presenta unos tentáculos tóxicos que aturden a la presa (a menudo un pececillo o un camarón) antes de envolverla en sus fauces para darse el festín. Pero las células urticantes de la anémona, los nematocistos, disparan un veneno que contiene péptidos útiles para el tratamiento de enfermedades autoinmunes. En la década de 1990 un equipo dirigido por el fisiólogo de la Universidad de California en Irvine, George Chandy, descubrió que uno de los péptidos bloquea la actividad de una proteína inflamatoria. Los investigadores reconfiguraron el péptido para crear otro que bautizaron como ShK-186. Hoy Kineta, una empresa de biotecnología radicada en Seattle, lo está desarrollando para combatir enfermedades autoinmunes. Si es tan prometedor, dice Shawn Iadonato, director científico de Kineta, es porque se adhiere con una especificidad increíble a las células enfermas. «Nuestro fármaco se dirige con enorme especialización a las células involucradas en estas patologías. Otros medicamentos son problemáticos porque tienen muchos efectos secundarios y hacen a los pacientes vulnerables a infecciones y cánceres.»

La anémona sol aviva la esperanza de tratar dolencias como la esclerosis múltiple, la artritis reumatoide, la psoriasis y el lupus. «Permitirá que los pacientes lleven una vida más normal –dice Iadonato–. Pero el desarrollo del fármaco llevará su tiempo, aun cuando ya hayamos hecho el descubrimiento revolucionario. Debemos asegurarnos de que no se produzcan efectos no deseados. Para dar con el producto perfecto hay mucho que descodificar y reconstruir.»

Los avances en ámbitos como la biología molecular continúan aportando a los científicos mejores formas de comprender los venenos y sus objetivos. Las posibilidades que ofrecen actualmente las altas tecnologías, como Designer Toxins, facilitan la conformación de llaves medicinales que encajen en cerraduras moleculares específicas. Esto significa que, probablemente muy pronto, un pulverizador coagulante derivado del veneno de la serpiente marrón oriental salvará vidas en el escenario de un accidente, y que un péptido de las mambas tratará algún día la insuficiencia cardíaca.

Takacs no se cansa de repetir que el potencial médico del veneno es «formidable». Pero corremos el riesgo de perder las fuentes de ese potencial antes de identificar sus ponzoñosas dádivas. Las serpientes, al adaptarse para ocupar nichos de lo más variopinto en todo el planeta, han de­­sarrollado una asombrosa gama de compuestos venenosos, pero sus poblaciones peligran, como las de tantos otros animales. Los océanos también están amenazados; los cambios químicos derivados del cambio climático podrían llevarse por delante prometedoras fuentes de veneno, desde las caracolas cono hasta los pulpos.

«Cuando trabajamos por conservar la biodiversidad del planeta, deberíamos apreciar mejor la biodiversidad molecular», advierte Takacs. Eso pondría las moléculas más letales de la naturaleza en los primeros puestos del orden del día a la hora de tomar decisiones sobre conservación. Y sería la salvación de muchos.

Pudo producirse antes de la explosión del Cámbrico

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